DIARIO PUERTO PLATA. -Por José Alberto Blanco. -La corrupción en el Estado dominicano no es un fenómeno aislado ni episódico: es una práctica sistemática que compromete la legitimidad de las instituciones, erosiona la confianza ciudadana y debilita el proyecto democrático. Las múltiples denuncias recientes desde sobrevaluaciones en obras públicas hasta irregularidades en compras, designaciones y contratos revelan no solo fallas éticas individuales, sino también una arquitectura institucional permisiva, opaca y fragmentada.
A pesar de los avances normativos y del discurso oficial de “cero tolerancia”, persiste una cultura de impunidad que convierte la rendición de cuentas en simulacro. ¿De qué sirve tener leyes si los órganos de control carecen de autonomía real, si los expedientes se engavetan, si los procesos judiciales se dilatan y si los actores políticos se blindan entre sí?
El problema no es solo jurídico, sino estructural. La corrupción se reproduce en un ecosistema donde:
- Los controles internos son débiles o manipulables.
- La meritocracia es sustituida por clientelismo.
- La transparencia se limita a plataformas técnicas sin voluntad política.
- La ciudadanía es excluida de los procesos de fiscalización.
Según el último informe de Participación Ciudadana, más del 70% de los casos denunciados en los últimos cinco años no han concluido en sanciones efectivas. Y mientras tanto, los recursos públicos se desvían, los servicios se deterioran y los liderazgos éticos son marginados.
No basta con crear comisiones, emitir comunicados o judicializar casos emblemáticos. Se requiere una reforma profunda del régimen de administración pública, que incluya:
- Autonomía real de los órganos de control y persecución.
- Protección efectiva a denunciantes y periodistas.
- Auditorías ciudadanas vinculantes.
- Educación ética desde la escuela hasta la alta dirección pública.
La corrupción no se combate con indignación episódica, sino con institucionalidad robusta, liderazgo ético y participación activa. Como sociedad, debemos exigir más que promesas: necesitamos resultados, sanciones ejemplares y una nueva cultura de lo público.
La corrupción no se combate solo con sanciones, sino con cultura institucional, liderazgo ético y participación ciudadana. Como país, estamos llamados a cerrar los espacios que permiten la impunidad, fortalecer los controles internos y educar en valores públicos desde las aulas, los medios y las instituciones.
Hoy más que nunca, la administración pública debe ser ejemplo de integridad, eficiencia y vocación de servicio. Porque proteger lo nuestro es proteger el futuro.
Porque cada acto de corrupción no solo roba dinero: roba futuro, esperanza y dignidad. Y ante eso, el silencio también es complicidad.